Patty Hearst: el rostro secuestrado de América
Patty Hearst, nieta del magnate de la prensa William Randolph Hearst, fue secuestrada el 4 de febrero de 1974 por un grupo terrorista autodenominado Ejército Simbionés de Liberación. Lo que parecía un episodio más de violencia política terminó convirtiéndose en uno de los casos más controvertidos del siglo XX en Estados Unidos: una joven rica, universitaria, convertida en guerrillera armada, icono pop y símbolo de una nación que no lograba reconocerse a sí misma.
Ejército Simbionés de Liberación
El autodenominado Ejército Simbionés de Liberación (SLA) fue un grupo armado nacido en California a principios de los años 70, con una mezcla confusa de retórica marxista, lenguaje mesiánico y elementos de contracultura. Su nombre aludía a una supuesta simbiosis entre diferentes luchas de liberación, aunque en la práctica nunca pasó de ser una célula reducida, errática y marginal. Estaba compuesto por jóvenes blancos, exconvictos y algunos militantes afroamericanos, liderados por Donald DeFreeze -alias “Cinque”-, un expresidiario que se proclamaba comandante de una guerra popular contra el Estado.
El SLA se hizo conocido tras asesinar en 1973 al educador afroamericano Marcus Foster, a quien acusaban de fascista por proponer medidas de control escolar. Pero la notoriedad del grupo vino de la mano del secuestro de Patty Hearst y su posterior conversión.
El Ejército Simbionés de Liberación no contaba con bases sociales ni tenia estructura territorial, pero compensaba su debilidad con acciones espectaculares y grabaciones cargadas de frases apocalípticas. En esencia, fue más un producto de su tiempo que una organización coherente.
El secuestro y la aparición de “Tania”
El 4 de febrero de 1974, el ruido de una puerta forzada interrumpió la rutina de un apartamento en Berkeley. Patricia Hearst, hija de un empresario y nieta del todopoderoso magnate William Randolph Hearst, fue raptada por un grupo armado del que nadie había oído hablar hasta entonces: el Ejército Simbionés de Liberación (Symbionese Liberation Army). Un comando armado irrumpió en su domicilio, la golpearon, la metieron en el maletero de un coche y desaparecieron. Las autoridades no entendían a qué clase de lógica obedecía el crimen. No había petición de rescate, ni móvil económico. Lo que llegaría después no fue una demanda de dinero, sino un manifiesto político.
Durante los primeros días del secuestro, los comunicados del SLA estaban redactados en un lenguaje ampuloso y caótico, mezcla de retórica revolucionaria, referencias bíblicas y consignas propias de los movimientos radicales de los años 60. Su líder, Donald DeFreeze, se hacía llamar “Cinque” -en homenaje al esclavo rebelde Joseph Cinque, líder de la revuelta de La Amistad en 1839-, hablaba de justicia, imperialismo, racismo estructural y liberación del pueblo. Pero nadie entendía del todo sus fines. Era una guerrilla sin territorio ni respaldo, cuyas acciones parecían más performativas que estratégicas. Y, sin embargo, tenían en sus manos a la nieta del que fuera todopoderoso dueño de medio papel impreso en EEUU.
Durante semanas, Patty estuvo encerrada en un armario. Encapuchada, desorientada, aislada, sometida a sesiones de reeducación y, según su posterior testimonio, también a agresiones sexuales sistemáticas. Aislada de todo vínculo anterior, bajo amenaza de muerte, sin horarios, ni nombres reales, ni puntos de anclaje, la joven universitaria vio desmoronarse su identidad pieza a pieza. Como en un laboratorio de coerción ideológica, lo que se impuso no fue tanto una nueva verdad cuanto una clausura de todas las anteriores.
Pasaron dos meses. Entonces apareció una cinta. La voz era reconocible: Patricia anunciaba que había tomado la decisión de unirse voluntariamente al SLA, denunciaba la hipocresía del sistema estadounidense, repudiaba a su familia -a la que acusaba de haberse desentendido del pueblo- y se presentaba como “Tania”, en honor a la guerrillera Tamara Bunke, compañera del Che Guevara. La joven rubia y burguesa hablaba con entonación firme y sin temblores. El país entero quedó desconcertado.
Pocos días después, una cámara de seguridad captó la escena que terminaría por alumbrar el mito: Patty, con una boina y un fusil, participando activamente en el asalto al Hibernia Bank de San Francisco. En lugar de la víctima liberada, los informativos ofrecieron el rostro de la desertora. La prensa no supo cómo clasificarla. Los titulares dudaban entre “hija traidora” o “reina de la guerrilla”. Algunos la veían como una cautiva rota; otros como una joven privilegiada que había abrazado el extremismo por puro capricho.
Ese giro -del secuestro al combate armado- dejó una huella que ni la prisión, ni los indultos, ni los años consiguieron borrar. Patty Hearst había desaparecido. En su lugar, emergía “Tania”: la imagen imposible de una contradicción hecha carne.
La condena y el juicio: entre la víctima y la acusada
El juicio de Patty Hearst fue una batalla simbólica. La defensa introdujo un concepto entonces poco comprendido: lo que hoy conocemos como síndrome de Estocolmo. Pero el jurado no se dejó convencer. Consideró que Patty había tenido múltiples ocasiones de huir y que su participación fue consciente. Fue condenada a 35 años de prisión por robo a mano armada, aunque a la espera de una reducción de condena en la audiencia de la sentencia definitiva, que finalmente quedó en 7 años de prisión.
Paradójicamente, otros miembros del SLA recibieron penas menores. Hearst, que según su defensa actuó bajo coacción extrema, fue la más duramente castigada. En 1979, el presidente Jimmy Carter conmutó su pena, dándola por satisfecha con los 22 meses de prisión cumplidos, y siendo liberada el 1 de febrero de 1979. Años después, el 20 de enero de 2002, Bill Clinton, en el último día de su Presidencia, le otorgó el indulto presidencial completo.
Un país reflejado en un rostro
El rostro de Patty Hearst se multiplicó en portadas, grabaciones y pancartas. Fue el rostro de una América dividida: clase, género, violencia, espectáculo y trauma entrecruzados.
Quienes vieron aquella imagen no sabían qué pensar. ¿Era una rehén obligada a posar, una militante radical recién convertida o simplemente el producto más desconcertante de una época trastornada? Ninguna de esas respuestas ofrecía consuelo. Todas desafiaban la idea de un mundo inteligible, en el que los papeles estuvieran bien repartidos entre víctimas, culpables y redentores. La fotografía de Patty Hearst con un fusil, boina calada y gesto impenetrable, estalló en medio de una América aturdida: la resaca del escándalo Watergate, la derrota en Vietnam y la crisis del petróleo habían desmontado el decorado de la estabilidad liberal. Faltaba, quizás, solo un rostro para encarnar el vértigo.
Y ese rostro fue el suyo. La imagen no sólo mostraba a una joven empuñando un arma: dinamitaba el relato de una nación que aún se aferraba al espejismo del orden. El Ejército Simbionés de Liberación no necesitó disparar más allá. Esa foto fue su golpe más certero: convirtió en símbolo de la insurrección al emblema mismo del privilegio. Lo que se rompía iba más allá de la ley; se quebraba una convención cultural, una certeza de clase y de pertenencia.
Patty Hearst no se dejó narrar fácilmente. Intentaron convertirla en mártir, luego en traidora, después en enferma mental. Ninguna etiqueta fue suficiente. Su historia expuso las fisuras de una sociedad que exige coherencia incluso donde reina la confusión.