Cámaras que no ven, alarmas que no suenan

Cámaras que no ven, alarmas que no suenan: el falso confort de la seguridad mal implantada

En la primavera de 2021, la Policía Nacional detuvo en Sevilla a dos individuos acusados de varios robos en naves industriales. Uno de ellos fue captado por las cámaras utilizando un inhibidor de frecuencia para anular los sensores y bloquear las alarmas antes de entrar. Los sistemas estaban instalados y conectados, pero nadie detectó la interferencia. La tecnología estaba, la supervisión no.

Casos así no son aislados. Las aseguradoras constatan que una parte sustancial de los robos en instalaciones “protegidas” coincide con sistemas de videovigilancia inoperativos, mal mantenidos o simplemente desconectados. Lo que nació como herramienta de disuasión o de alerta temprana termina convertido en decorado. Un espejismo que da sensación de control mientras el riesgo crece en silencio.

El problema rara vez es la máquina. Las cámaras, sensores o paneles de alarma suelen cumplir lo prometido. Lo que falla es el entorno humano: la elección deficiente de dispositivos, la instalación sin criterio, la falta de mantenimiento o la ausencia de una cultura de seguridad que mantenga vivo el sistema. Lo que se implanta y se olvida se degrada. Ningún aparato sustituye al juicio. Ninguna tecnología sobrevive al abandono.

Esta confianza ciega en los dispositivos, esta tecnoilusión defensiva, es, ni más ni menos que la creencia de que la mera presencia de una cámara o una alarma reduce el riesgo, aunque nadie la supervise. Lo importante es verla, no que funcione.

Ejemplos hay de sobra. En abril de 2015, una alarma se activó en el subsuelo del distrito de joyeros de Londres. Era el Hatton Garden Safe Deposit. La señal llegó a la policía a las 00:21 y fue descartada como aviso de baja prioridad. Los intrusos permanecieron dentro más de seis horas, forzaron más de setenta cajas y se marcharon con un botín superior a los 14 millones de libras. La investigación posterior concluyó que el fallo no fue técnico, sino procedimental: la cadena de respuesta no funcionó.

Dos años antes, en febrero de 2013, el asalto al aeropuerto de Bruselas reveló el reverso de la misma lógica. Ocho hombres con uniformes falsos y vehículos que imitaban a la policía atravesaron una valla, accedieron al perímetro y sustrajeron más de 37 millones de euros en diamantes de un avión operado por Swiss Air. La operación duró apenas tres minutos. El perímetro estaba “en regla”, las cámaras operativas, el protocolo escrito; pero la integración operativa falló.

Ambos episodios demuestran que la seguridad fracasa no por carencia de medios, sino por desconexión entre tecnología y procedimiento. No basta con instalar; hay que pensar, revisar, integrar. Una cámara sin criterio es tan inerte como un extintor sin formación previa. La seguridad técnica solo tiene sentido cuando dialoga con la realidad: flujos de personas, rutinas, accesos secundarios, acumulación de polvo, sustitución de personal, pérdida de contraseñas. Sin esa lectura, el dispositivo solo es un símbolo, y el símbolo, superstición.

En entornos civiles, esa superstición adopta formas más sutiles. Numerosos centros educativos han instalado sistemas de videovigilancia convencidos de que bastaba con la presencia visible de las cámaras. La Agencia Española de Protección de Datos (AEPD), en su Guía sobre el uso de videocámaras para seguridad y otras finalidades, advierte que la eficacia depende de criterios de proporcionalidad, designación de responsables, protocolos de revisión y finalidad legítima. De lo contrario, la cámara deja de proteger y pasa a vulnerar derechos o generar una confianza sin base real. Una cámara visible no equivale a un entorno seguro; sin mantenimiento ni supervisión, ni disuade ni ayuda a esclarecer hechos.

Algo similar ocurre con determinadas infraestructuras críticas -depósitos de agua, subestaciones eléctricas o naves logísticas- que, por normativa, deben contar con alarmas conectadas a una Central Receptora (CRA). La Orden INT/316/2011 establece obligaciones de verificación, registro y actualización de contactos. En teoría, todo está previsto; en la práctica, no siempre se cumple. Si una alarma suena y nadie atiende la señal porque el teléfono del responsable no se actualizó o el protocolo no se revisó, la tecnología es ruido, nada más.

En ocasiones, la propia visibilidad de la seguridad mal implantada genera un efecto contrario: en vez de disuadir, invita. Un agresor que observa cámaras fijas, carteles amarillentos o alarmas desconectadas percibe un entorno descuidado. Y donde percibe descuido, ve oportunidad.

La conclusión es tan simple como persistente: la tecnología no sustituye a la atención, ni a la planificación ni a la cultura de seguridad. Solo tiene sentido cuando se articula con personas que sepan interpretarla, mantenerla y corregirla. La seguridad no se instala; se cultiva.

Cada implantación tecnológica debería asentarse en cinco principios. Primero, evaluar el entorno: entender qué se protege y frente a qué amenazas. Segundo, formar al personal: un sistema que nadie comprende es un sistema muerto. Tercero, mantener y supervisar: los dispositivos se degradan y la obsolescencia no avisa. Cuarto, articular la respuesta: una alarma sin reacción es solo un ruido registrado. Quinto, revisar el diseño: los espacios cambian, y con ellos debe cambiar la arquitectura de seguridad.

El caso de Sevilla muestra lo que ocurre cuando los inhibidores sorprenden a sistemas sin contramedidas. Hatton Garden demuestra que una alarma sin protocolo es silencio. Bruselas, que un perímetro sin coordinación es una invitación. La AEPD recuerda que una cámara sin propósito definido no protege. Y la normativa sobre CRA advierte que una alarma sin gobernanza es apenas un eco.

La seguridad, en definitiva, empieza en la cabeza. Las cámaras, los sensores y las alarmas son extensiones técnicas de esa voluntad. Cuando el pensamiento se delega, la técnica se convierte en decoración. Entonces las cámaras no ven, las alarmas no suenan y la amenaza entra sin resistencia. Y cuando llegan los informes y las disculpas, ya es tarde: porque la seguridad, por definición, solo tiene sentido antes del hecho.