Fuego en el Windsor

La noche del 12 de febrero de 2005, Madrid se detuvo ante una escena que parecía arrancada de una película de catástrofes: la torre Windsor, un rascacielos de 106 metros situado en pleno distrito financiero de Azca, ardía como una antorcha. Las imágenes recorrieron el país con la misma velocidad que el fuego se tragaba planta tras planta de uno de los edificios más emblemáticos del centro financiero. A medida que avanzaban las horas y el humo crecía, se multiplicaban las preguntas, las sospechas y, cómo no, los silencios.

A las 23:00 horas, la primera alarma. Según el parte oficial, el origen fue un cortocircuito en una de las oficinas situadas en la planta 21, ocupadas entonces por Deloitte. En pocos minutos, el fuego se propagó por la estructura con una intensidad que desconcertó incluso a los bomberos. El edificio, inaugurado en 1979, no tenía sistema de rociadores automáticos (sprinkers) contra incendios, lo cual era legal en el momento de su construcción, pero inaceptable para un rascacielos moderno. Tampoco existían compartimentaciones verticales efectivas: las escaleras y huecos técnicos funcionaban como verdaderas chimeneas por las que el fuego ascendió sin encontrar barrera.

Lo que siguió fue una larga y dolorosa noche para el Cuerpo de Bomberos del Ayuntamiento de Madrid. Al menos 25 dotaciones se desplegaron para contener las llamas en condiciones casi imposibles: temperaturas superiores a los 1.000 grados, desprendimientos de fachadas acristaladas, colapso parcial de forjados. El riesgo de derrumbe hizo inviable una intervención directa en el interior. Las tareas se centraron en evitar que el fuego saltara a edificios contiguos. Cuando al fin se dio por controlado, tras más de 24 horas, el Windsor no era más que un esqueleto negro, retorcido, sin vida. Una estructura sin alma.

Y sin embargo, lo que más llamó la atención no fue la destrucción del inmueble. Fue lo que vino después.

Durante los días siguientes, mientras las autoridades hablaban de un siniestro fortuito y de la dificultad de intervenir por las condiciones del edificio, se comenzó a gestar una duda: ¿cómo pudo arder tan rápido?, ¿por qué colapsaron estructuras metálicas diseñadas para soportar fuego? ¿qué hacía un rascacielos de oficinas sin sistemas modernos de protección? Y lo más inquietante: ¿por qué nadie parecía querer hablar con demasiada claridad sobre lo ocurrido?

En pocas semanas, lo que había sido un accidente se transformó en un caso. Y el caso en un fenómeno.

Empezaron a circular vídeos tomados desde edificios cercanos donde se veían, supuestamente, figuras humanas moviéndose dentro del Windsor ya en llamas, a horas en las que oficialmente el edificio estaba evacuado. La grabación, pixelada y tomada desde larga distancia, mostraba sombras cruzando una ventana en la planta 21. ¿Bomberos? ¿Empleados atrapados? ¿Vigilantes de seguridad? ¿O algo más?

La respuesta oficial fue que se trataba de una ilusión óptica: reflejos, movimientos de cortinas, proyecciones de luz. Pero el daño ya estaba hecho. El relato alternativo se había instalado. Un relato que hablaba de documentos sensibles destruidos, de intereses cruzados, de operaciones de blanqueo encubiertas bajo el disfraz de un incendio accidental. Había quienes aseguraban que el fuego había sido provocado para eliminar pruebas de prácticas financieras irregulares. Otros veían en la operación la mano de grandes intereses inmobiliarios, que ya desde hacía años codiciaban el solar privilegiado donde se levantaba el Windsor.

Como en todo suceso con elementos no resueltos del todo, las certezas comenzaron a disolverse. Y en su lugar, emergió un fenómeno sociológico aún más revelador: la arquitectura de la sospecha.

Este concepto alude a esa experiencia contemporánea en la que las estructuras ya no representan solo lo que son, sino también lo que podrían ocultar. Un edificio es, sí, un conjunto de materiales y funciones, pero también una narrativa: quién lo construyó, por qué, qué ocurre entre sus muros. Cuando esa narrativa se quiebra, es decir, cuando el relato oficial ya no basta o ya no convence, aparece la rendija por la que se cuela la sospecha.

Eso ocurrió con el Windsor. No se trató solo de un incendio: fue la caída de una pieza central en el imaginario empresarial de Madrid. El lugar donde trabajaban consultoras, auditoras, despachos de alto nivel. El tipo de edificio que simboliza la eficiencia del capitalismo urbano. Y de repente, lo que debía representar solidez, tecnología, orden, se convirtió en una columna de fuego que no pudo apagarse. La impotencia institucional ante el incendio fue también una señal: si el Windsor podía arder sin control, ¿qué más podría ocurrir?

La destrucción de la Torre Windsor fue la espectacular implosión de varios mitos asociados al poder y la modernidad de la España de principios del siglo XXI:

  • el Windsor era un símbolo de la arquitectura moderna y funcional del distrito financiero de Azca. El hecho de que un rascacielos supuestamente blindado ardiera con esa virulencia, exponiendo fallas de seguridad anacrónicas, demostró una vulnerabilidad que el sistema de la “ciudad controlada” no podía admitir.
  • el rascacielos, por su altura y complejidad, representa el dominio humano sobre el entorno. Al colapsar de esa forma, el edificio demostró ser incontrolable, rompiendo la fe en la capacidad de la ingeniería para garantizar la seguridad total frente a la catástrofe.
  • al albergar grandes corporaciones (Deloitte, Garrigues), el Windsor era un símbolo del poder financiero. La sospecha de que el fuego pudo ser provocado para destruir documentos sensibles (la arquitectura de la sospecha) dañó inevitablemente la imagen de invulnerabilidad de ese poder.

En esencia, el fuego además de consumir acero y hormigón, consumió también la confianza en la solidez de los íconos del sistema económico y tecnológico.

Y a medida que el polvo se asentaba, emergían nuevos ángulos. El informe técnico oficial atribuyó el fuego a un fallo eléctrico y descartó cualquier origen intencionado. Pero, al mismo tiempo, reconocía que ciertas medidas de seguridad eran “insuficientes” para un edificio de esa escala. Un eufemismo que en boca de un técnico significa que el riesgo era conocido, que no se trató de una sorpresa, sino de una posibilidad ignorada.

El 14 de febrero, menos de 48 horas después del incendio, se autorizaba la demolición de la torre Windsor. Fue una decisión muy rápida. Se argumentó que la estructura, severamente dañada, representaba un riesgo para la seguridad pública. La fachada amenazaba con desprenderse y el interior era ya un amasijo de hierros, escaleras colapsadas y restos de lo que había sido un gigante de oficinas.

El proceso de desmontaje se desarrolló en dos fases: primero, la estabilización parcial y retirada de elementos inestables para evitar un derrumbe espontáneo; después, la demolición controlada de lo que quedaba del esqueleto. En teoría, todo fue conforme a procedimiento. En la práctica, la rapidez con que se ejecutó la operación alimentó aún más las sospechas. Varios arquitectos y expertos en siniestros estructurales señalaron que no se había hecho una inspección exhaustiva del esqueleto antes de optar por la demolición total. Se interpretó como una decisión política más que técnica: eliminar el problema antes de que creciera la polémica.

Y creció. Porque el Windsor no era solo un inmueble. Era, como ya se ha dicho, una pieza estratégica en el mapa financiero de Madrid. El edificio pertenecía a la familia Reyzábal. La torre Windsor, envejecida y con problemas de ocupación en algunos tramos, ya no era el negocio rentable que fue en los años 80 y 90. La idea de sustituirla por una nueva construcción más moderna y ajustada a los estándares internacionales de eficiencia y altura no era nueva. Solo que ahora, tras el incendio, se abría la posibilidad de empezar desde cero.

El Ayuntamiento de Madrid aprobó en 2006 la construcción de una nueva torre, con una nueva empresa al frente: El Corte Inglés. La multinacional española adquirió el solar y levantó el actual edificio Titania.

No tardaron en llegar las acusaciones de “pelotazo urbanístico”. Algunos colectivos vecinales y medios alternativos denunciaron que el incendio había servido como detonante perfecto. Aunque la nueva edificación no rompía con el plan urbanístico en vigor, el contexto en que se desarrolló generó la impresión de que todo había sido demasiado fluido, demasiado conveniente.

Los más escépticos hablaban de fuego como coartada. Una hipótesis difícil de demostrar, pero también difícil de borrar del imaginario colectivo. Sobre todo porque, en los meses previos al incendio, circulaban ya rumores sobre el progresivo deterioro del edificio y la baja rentabilidad de ciertas plantas.

La teoría de la “demolición mediante incendio” fue rápidamente desmentida por peritos oficiales, que insistieron en el carácter fortuito del siniestro. Pero en la esfera de la arquitectura de la sospecha, lo técnico no basta. Importa más la lógica que el dato. Y la lógica de los hechos, para muchos, sugería otra cosa: que el incendio resolvió un problema. Que limpió la parcela. Que eliminó trabas.

Y no es que se haya demostrado que hubo una mano detrás. Pero la ausencia de pruebas tampoco borra la intuición colectiva de que algo no encaja del todo. En estos casos, lo verosímil pesa más que lo verificable.

La arquitectura de la sospecha se alimenta de esta relación ambigua entre espacio y relato. Cuando un edificio se derrumba en condiciones anómalas, el imaginario social se activa. Aparecen las lecturas paralelas, las cronologías alternativas, los nexos entre actores, las omisiones sospechosas. En el caso del Windsor, todo esto se vio potenciado por la opacidad con que se gestionó la investigación. Los informes técnicos fueron escuetos. Los medios oficialistas evitaron ahondar. Y cada omisión se convirtió, a su manera, en una confirmación indirecta de que algo no cuadraba.

Durante un tiempo, se debatió también sobre la falta de responsabilidad penal. No se presentaron cargos. Nadie fue sancionado. El edificio no contaba con los sistemas de prevención que hoy serían obligatorios, pero en 2005 aún no lo eran. Legalmente, todo estaba en orden.

Porque al final, el incendio del Windsor no solo destruyó un edificio: desnudó una forma de hacer ciudad. Rápida, opaca, útil a los intereses dominantes. Una ciudad donde las torres caen sin responsables y se levantan sin preguntas. Donde la memoria quemada se sustituye por vidrio nuevo. Y donde las cenizas no se recogen, sino que se entierran bajo una losa de rentabilidad.

Con el paso de los años, el caso ha dejado de estar presente en la agenda pública, pero no ha desaparecido de la conciencia crítica. Al contrario: ha sedimentado como una advertencia. Una especie de grieta permanente en la narrativa de la ciudad moderna, tecnológica, controlada. Porque el Windsor ardió en el corazón del Madrid corporativo. Y eso fue lo verdaderamente perturbador. No ardió un mercado abandonado, ni una nave industrial periférica. Ardió un icono de solvencia, de racionalidad económica, de presencia multinacional. Y ardió, además, sin que nadie pudiera evitarlo. O sin que nadie supiera, en verdad, qué evitar.

Es curioso porque, en este caso, la gestión de crisis fue técnicamente eficaz pero simbólicamente fallida. Se apagó el fuego. Se aseguró la zona. Se derribó el edificio. Se reconstruyó. Pero no se restauró la confianza.