Líneas borrosas

Líneas borrosas: seguridad privada y poderes públicos en la vigilancia contemporánea

En los márgenes de cualquiera de nuestras ciudades hay figuras que trabajan sin reclamar protagonismo. Portan uniformes discretos, recorren perímetros, observan accesos, comprueban sellos y verifican que nada altere el frágil equilibrio sobre el que se sostiene nuestra vida. Son vigilantes de seguridad, guardas, operadores de control; profesionales de la seguridad privada cuyo trabajo transcurre, por lo general, lejos del aplauso. Su presencia es tan constante como invisible, y quizá por eso el ciudadano rara vez se detiene a pensar en qué lugar exacto ocupan dentro del entramado que protege su día a día.

Esa invisibilidad relativa contrasta con la creciente relevancia del sector. Basta examinar cualquier infraestructura moderna, desde centros de transporte a hospitales o áreas industriales, para constatar que la primera línea de defensa no siempre la ocupan agentes públicos, sino personal privado. Se trata de una realidad asentada, pero todavía envuelta en una cierta confusión conceptual y, a veces, en prejuicios que simplifican un escenario muy complejo.

Durante buena parte del siglo XX, la idea de seguridad se vinculaba de manera casi exclusiva a las instituciones del Estado. En nuestro país, Policía, Guardia Civil o cuerpos municipales encarnaban la respuesta a riesgos y delitos. La seguridad privada se percibía como un apoyo modesto, limitado a funciones auxiliares. Sin embargo, la expansión de infraestructuras críticas, la diversificación del riesgo y el tránsito hacia sociedades cada vez más especializadas han modificado esa vieja distinción. Hoy, los límites entre lo público y lo privado no siempre se dibujan con claridad, y las responsabilidades se reparten sobre un mapa donde la cooperación es inevitable.

La creciente implicación de empresas privadas en tareas tradicionalmente asociadas al poder público suscita preguntas que no admiten respuestas sencillas. ¿Hasta qué punto puede externalizarse la vigilancia sin menoscabar la autoridad legítima del Estado? ¿Cómo garantizar que la protección de espacios sensibles, de información estratégica o de entornos con afluencia masiva se ajuste a criterios homogéneos cuando intervienen actores tan diversos? Más aún: ¿qué ocurre cuando el vigilante se convierte en la primera barrera frente a amenazas de alto impacto?

La respuesta realista obliga a aceptar que seguridad pública y seguridad privada forman parte de un mismo ecosistema. Cada una posee competencias diferenciadas, pero interdependientes. La privada aporta capilaridad, presencia constante y una capacidad operativa que cubre espacios imposibles de atender exclusivamente con recursos públicos. La pública aporta autoridad, marco jurídico y la fuerza legítima del Estado. Cuando ambas esferas se coordinan, la ciudad funciona mejor. Cuando no lo hacen, el sistema entero cruje.

Uno de los retos principales reside precisamente en esa coordinación. No basta con que cada actor conozca su función; es imprescindible que la conozca en relación con la función del otro. ¿Qué sabemos sobre esto? Pues sabemos que la fragmentación operativa genera desconfianza, que la duplicidad desordena y que la ausencia de comunicación puede convertir un incidente gestionable en un problema grave. Por eso, en muchos países se insiste en el establecimiento de protocolos compartidos, canales seguros de información y ejercicios conjuntos de preparación. Se trata de reconocer que la seguridad es una tarea coral.

Sin embargo, más allá de lo técnico, hay también un plano simbólico que condiciona esta relación. La ciudadanía tiende a percibir a las fuerzas públicas como garantes de un interés común, y a la seguridad privada como defensora de intereses particulares. Esta lectura, aunque comprensible, resulta incompleta. En un hospital, en un aeropuerto o en un transporte metropolitano, el vigilante no protege solo un bien empresarial: protege personas. Y esa protección forma parte del tejido que permite que la vida colectiva siga su curso.

La legislación intenta equilibrar estos planos, dotando al personal de seguridad privada de competencias específicas, pero enmarcadas dentro de límites precisos. No se trata de crear un cuerpo paralelo, sino de articular una fuerza auxiliar profesionalizada, sometida a controles y dependiente de la cooperación con las autoridades. El equilibrio es delicado: si se desdibuja la frontera, se corre el riesgo de delegar funciones que exigen autoridad pública; si la frontera se fija con excesiva rigidez, se impide que el sector aporte su verdadero potencial.

Hay, además, un elemento humano que rara vez se menciona, pero que resulta fundamental. La mayor parte de las intervenciones de seguridad (en centros comerciales, estaciones, eventos deportivos, aeropuertos, etc.) se gestionan antes de que llegue una patrulla policial. Es el vigilante de seguridad quien observa la anomalía, quien detecta un comportamiento impropio, quien gestiona el incidente o el conflicto. Y lo hace confiando en su criterio, sin la capacidad coercitiva de un agente del Estado, sin armas en la mayoría de casos y con la responsabilidad de mantener la calma en entornos a menudo tensos. Esa labor exige temple y discernimiento, dos cualidades que rara vez se celebran, se aplauden o, simplemente, se reconocen.

Otra cuestión delicada aparece cuando la seguridad privada opera en espacios donde la presencia pública es mínima. Algunas urbanizaciones, complejos industriales o recintos corporativos dependen casi por completo de empresas de vigilancia. Allí, la línea entre lo público y lo privado se atenúa. El ciudadano experimenta la seguridad a través de un personal que no forma parte del Estado y, sin embargo, desempeña un papel próximo al de una autoridad. Este fenómeno, en expansión silenciosa, plantea preguntas sobre legitimidad, derechos y la forma en que se administra la convivencia en entornos semipúblicos.

El futuro no reducirá esta presencia; la ampliará. La digitalización, la complejidad, la diversificación de riesgos convierten a la seguridad privada en un actor insustituible. Pero su crecimiento debe ir acompañado de una madurez institucional acorde. Formación rigurosa, cultura profesional sólida, supervisión transparente y un diálogo continuo con las autoridades permitirán que ese crecimiento no derive en excesos, improvisaciones o dependencias impropias: sí a todo ello. Y también salarios dignos, medidas de conciliación, una adecuada prevención de riesgos labores, y algunas otras cosas que deben mejorar en el sector. Pero todo esto no lo pueden hacer las empresas solas, de espaldas a su propio personal operativo.

El Estado, por su parte, debe asumir que su papel no se limita a ejercer la fuerza legítima. Debe ordenar el ecosistema, garantizar la calidad del servicio, proteger los derechos de trabajadores y ciudadanos, y velar porque la cooperación funcione correctamente.

Quizá la mejor imagen para describir esta relación sea la de un puente. La seguridad pública debe ser el arco principal, el que sostiene el conjunto. La privada, sus pilares laterales. Sin arco no hay estructura; pero sin pilares, el puente se tambaleará y caerá. Todos los elementos deben sostenerse mutuamente, sin aspirar a ocupar un lugar que no les corresponde, pero sin renunciar a la responsabilidad que sí les compete.

La pregunta que queda en el aire no es quién debe dominar, sino cómo deben convivir. La respuesta pasa por un pacto claro: reconocimiento, respeto de competencias, profesionalidad y una visión común de lo que significa proteger a la comunidad. Porque, al final, tanto el agente público como el vigilante privado trabajan frente a un mismo horizonte: que el ciudadano pueda vivir su vida diaria sin sentir que hace funambulismo.

Y quizá ahí esté el auténtico valor de esta colaboración. No en los uniformes, ni en los protocolos, ni en la burocracia que los acompaña, sino en la certeza de que, cuando el riesgo aparece, siempre hay alguien que lo ve llegar antes. Alguien que observa, valora y actúa. Aunque casi nadie repare en él.