Síndrome de Estocolmo

El pasado 24 de junio falleció a los 78 años Clark Olofsson: un atracador sueco, cuya figura quedó asociada para siempre al llamado “síndrome de Estocolmo”. Vamos a ver el origen histórico del término a partir del famoso secuestro de 1973 en una sucursal bancaria de la capital sueca y su estatuto como fenómeno psicológico. Entre la ambigüedad emocional, la supervivencia y la construcción mediática, el síndrome de Estocolmo se revela más como un espejo cultural que como una categoría médica sólida. La muerte de Olofsson reactiva preguntas aún sin respuesta sobre víctimas, agresores y vínculos nacidos bajo presión.

El adiós de Clark Olofsson y el origen del síndrome de Estocolmo

Clark Olofsson ha muerto. El célebre delincuente sueco, figura clave del suceso criminal que dio lugar al término “síndrome de Estocolmo”, ha fallecido en un hospital de Malmö, tras una larga enfermedad. Con su muerte desaparece un símbolo ambiguo: mitad antihéroe pop, mitad detonante involuntario de una categoría psicológica aún discutida. Olofsson fue el protagonista involuntario de un fenómeno que trastocó las nociones clásicas de víctima y victimario, y que todavía incomoda a psicólogos, juristas y periodistas.

La historia arranca el 23 de agosto de 1973. Jan-Erik Olsson, un atracador fugado de permiso penitenciario, irrumpe en la sucursal del Kreditbanken, en la plaza de Norrmalmstorg, en el centro de Estocolmo. Armado y decidido, toma como rehenes a cuatro empleados y exige la liberación de su viejo cómplice: Clark Olofsson. Las autoridades, en un intento de desactivar el conflicto sin más violencia, acceden. Olofsson es trasladado a la escena del crimen, donde pasa seis días junto a Olsson y los rehenes, en un ambiente que mezcla amenaza, tensión y extraña camaradería.

Sorprendió al mundo el hecho de que todos los rehenes sobrevivieran sin heridas graves, y además su actitud posterior: se negaron a testificar contra sus captores, defendieron públicamente a Olofsson y llegaron incluso a recaudar fondos para su defensa legal. Uno de los rehenes, Kristin Enmark, llegó a declarar que confiaba más en los secuestradores que en la policía. El desconcierto fue grande. ¿Qué había ocurrido durante esos seis días en el banco? ¿Por qué personas sometidas a una amenaza constante habían terminado mostrando una suerte de lealtad hacia quienes las mantenían cautivas?

La respuesta, o al menos un intento de explicación, llegó desde el ámbito de la psicología criminal. Nils Bejerot, psiquiatra sueco vinculado a la investigación del caso, acuñó el término “síndrome de Estocolmo” para describir ese inesperado vínculo afectivo entre víctima y agresor. Desde entonces, el caso ha sido citado, glosado y revisado en innumerables manuales de criminología, documentales y adaptaciones cinematográficas. Pero también ha sido objeto de una creciente sospecha: ¿fue realmente un fenómeno clínico o un artefacto mediático? ¿Empatía, manipulación o mera estrategia de supervivencia?

Clark Olofsson, en todo caso, no mostró nunca arrepentimiento. Durante años, cultivó una imagen de bandido seductor, jugó con su fama y llegó a colaborar con guionistas y productores. En su versión de los hechos, él no fue nunca un secuestrador, sino un mediador. Su desaparición reactiva inevitablemente la discusión en torno a ese extraño pliegue psicológico que lleva a una víctima a ver en su captor una figura de protección. Un enigma que, desde 1973, sigue sin resolverse del todo.

El fenómeno psicológico del síndrome de Estocolmo

El “síndrome de Estocolmo” no figura en los principales manuales diagnósticos como una categoría oficial. Ni el DSM-5 ni la CIE-11 lo recogen como tal, lo cual no ha impedido su difusión y su uso constante, tanto en los medios de comunicación como en el lenguaje cotidiano. El término ha ganado una vida propia, a menudo desligada de su origen y reinterpretada a conveniencia. Se utiliza para explicar la aparente paradoja de que una persona secuestrada o maltratada desarrolle vínculos afectivos con su agresor. Pero esa misma popularidad ha hecho que su definición resulte ambigua, oscilante y propensa a simplificaciones.

Desde un punto de vista psicológico, lo que se describe como “síndrome de Estocolmo” podría entenderse como una respuesta adaptativa extrema frente a una situación de amenaza vital. Cuando la víctima no puede huir, ni combatir, ni negociar, genera una forma de vínculo emocional con el agresor como estrategia de supervivencia. Se trataría de un mecanismo de defensa en condiciones extremas. Esa respuesta puede incluir la reinterpretación positiva del comportamiento del captor, la minimización del daño sufrido, e incluso una visión de los agresores como protectores frente a peligros mayores.

Este atraco, en ese sentido, condensa buena parte de estas características. La convivencia forzada, la tensión continua, la posibilidad constante de morir y la percepción de que los agresores eran, a su modo, “menos crueles” que las autoridades que intentaban intervenir desde fuera, contribuyeron a crear una dinámica afectiva anómala. El encierro aisló físicamente a los rehenes, y los situó en una lógica de dependencia emocional. Pero eso no convierte necesariamente la experiencia en patológica. Y es ahí donde el debate se ha ido desplazando con los años: de una lectura clínica del fenómeno, a una interpretación cultural, social o incluso política.

Numerosos especialistas han cuestionado la validez del “síndrome de Estocolmo” como diagnóstico. Algunos consideran que se trata de una etiqueta que encubre dinámicas complejas de poder, trauma y adaptación. Otros han denunciado su uso estigmatizante, sobre todo en contextos de violencia de género o abuso estructural. El vínculo emocional con el agresor, lejos de ser una anomalía, puede ser una forma de preservar la integridad psíquica cuando todo lo demás falla.

Clark Olofsson, sin proponérselo, terminó convertido en símbolo de ese laberinto. Su caso fue tan excepcional como mediático, y la fascinación por su figura ayudó a propagar el mito. En realidad, él nunca asumió un papel de verdugo clásico. Se presentó siempre como un personaje “en el margen”, un outsider que conocía los códigos del delito, pero también los del espectáculo. El resultado fue un fenómeno a medio camino entre el terror y el teatro, entre el trauma y la fascinación. Un fenómeno que obligó a psicólogos, criminólogos y periodistas a repensar los márgenes entre víctima y victimario, empatía y manipulación, vínculo y resistencia.

Perspectivas críticas e impacto cultural

A medida que el “síndrome de Estocolmo” se consolidaba como etiqueta popular, también empezaron a alzarse voces críticas que advertían del riesgo de convertirlo en una explicación universal y poco matizada. En algunos casos, el término fue utilizado con un tono más moral que clínico, con una suerte de condescendencia hacia quienes, desde fuera, parecían no entender por qué una víctima podía desarrollar una relación afectiva con su agresor. Esa lectura ha sido especialmente polémica en contextos de violencia doméstica, de violencia de género y de abuso institucional, donde la dependencia emocional o económica se confunde -y se juzga- desde una visión externa.

Buena parte del rechazo académico al concepto viene de su uso indiscriminado y de su carácter vago. Se ha empleado para hablar de rehenes, sí, pero también de mujeres maltratadas, de trabajadores explotados que defienden a su empresa, de ciudadanos que apoyan a regímenes autoritarios. La metáfora se ha estirado tanto que ha perdido nitidez. Y, sin embargo, su fuerza narrativa se mantiene intacta. Como si describiera una verdad no tanto empírica como simbólica: la idea de que el miedo, la presión y el aislamiento pueden torcer incluso los afectos más profundos.

La cultura popular ha hecho el resto. En los últimos años, la figura de Clark Olofsson ha sido resucitada, reciclada y transformada en material audiovisual. Netflix, siempre atenta a las ambigüedades morales que tanto seducen al espectador contemporáneo, le dedicó una miniserie en 2022. En ella, el viejo atracador aparecía como un personaje a caballo entre el cinismo, la inteligencia y el encanto. El guion jugaba con los códigos del thriller, pero también con una cierta estética de la redención: el criminal que, por momentos, parece más humano que las instituciones que lo persiguen. No faltaron críticas por la posible glorificación del delincuente, pero el fenómeno ya estaba instalado.

También, en 2018, Robert Budreau dirigió “Stockholm” (El captor), una aproximación entretenida, basada libremente en los hechos, y protagonizada por Ethan Hawke.

Más allá del debate clínico o jurídico, lo que persiste del síndrome de Estocolmo es una pregunta incómoda: ¿por qué hay víctimas que no odian a quienes las oprimen? ¿Qué nos dice eso sobre la fragilidad humana, sobre los mecanismos de defensa, sobre el poder de la narrativa en situaciones de extrema tensión? Lo que ocurrió en el banco de Kreditbanken en 1973 no fue un experimento ni un caso de manual; fue una experiencia límite cuya interpretación sigue abierta.

Clark Olofsson no fue un psicólogo ni un pensador, pero su vida -y sobre todo ese episodio en particular- se convirtió en espejo de nuestras perplejidades más profundas. Murió sin explicar del todo lo que ocurrió dentro de aquella cámara acorazada, quizá porque ni él lo sabía. Quizá porque, en el fondo, lo importante no es lo que pasó, sino lo que imaginamos que pasó. Y esa imaginación, multiplicada por la cultura de masas, por la necesidad de etiquetas, por la búsqueda de sentido en lo incomprensible, sigue manteniendo vivo un término que nació de una crisis y que, medio siglo después, sigue sin resolver del todo el enigma que le dio origen.

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