El ojo que nunca parpadea: la videovigilancia y sus zonas de sombra
En nuestras ciudades la presencia de cámaras ya no es una excepción. Se han integrado en el paisaje urbano con la misma naturalidad con la que, en su día, lo hicieron las farolas o los buzones de correo. Ya no reparamos en esos pequeños insectos posados en cada esquina, siempre atentos y siempre despiertos.
La normalización de estos ojos mecánicos, y de los sistemas que lo sostienen, muestra una paradoja que merece reflexión: cuanto más sutil y ubicua se vuelve la vigilancia, más difícil resulta calibrar si nos protege o, por el contrario, condiciona nuestra forma de vivir.
Esta videovigilancia nació oficialmente bajo la promesa de reforzar la seguridad y prevenir delitos. Sus defensores argumentan que pocas herramientas ofrecen un rastro tan claro de los movimientos de un delincuente o un testimonio tan directo de un acto violento. Pero la tecnología nunca es neutra; la forma en que se usa configura su significado. Y, en este caso, la tensión entre protección y control debería ser mostrada en cualquier debate serio sobre el asunto.
En realidad, la pregunta no es si las cámaras sirven. Lo hacen, y en más de un caso son decisivas para reconstruir la secuencia de un suceso o aportar evidencias en un juicio. El problema es otro. Tiene que ver con la facilidad con la que un instrumento destinado a garantizar la seguridad se convierte, con el paso del tiempo, en un mecanismo de tutoría permanente. Un modo de vigilar no solo actos delictivos, sino comportamientos, movimientos y vínculos que poco o nada tienen que ver con la seguridad o la criminalidad.
A ello se añade la capacidad de estos sistemas para operar de forma automatizada, aprender patrones de conducta y anticipar supuestas amenazas a partir de comportamientos estadísticos. Ya no se trata de una cámara fija cuyo material es revisado por una persona, sino de redes capaces de identificar rostros, clasificar movimientos y generar alertas. En muchos casos, el juicio humano se desplaza hacia un algoritmo cuyos criterios reales rara vez están a la vista.
La tentación de emplear la videovigilancia como llave maestra para resolver problemas de orden público está bien presente en nuestra vida cotidiana. Cada avance técnico encuentra justificación en un malestar social, en una amenaza puntual o en un episodio traumático. Tras cada atentado o acto de violencia resurge la idea de que una cámara adicional habría evitado o minimizado el impacto de la tragedia. Y quizá sea cierto en ocasiones. Pero ese razonamiento puede abrir un camino resbaladizo que conduce a pensar la seguridad como un asunto tecnológico, desligado de la cohesión social, de la prevención comunitaria o de la acción policial bien articulada.
La vigilancia permanente también puede transformar al vigilado, que somos todos, y ésta es una dimensión no menor. El ciudadano puede sentir que siente sobre sí un escrutinio constante ajusta sus gestos, atenúa sus opiniones y rebaja la espontaneidad. Es un proceso silencioso, sin grilletes ni mandatos, pero de efectos duraderos. La mirada del dispositivo, aunque impersonal, condiciona. Fija normas tácitas de comportamiento, crea un repertorio de gestos permitidos y castiga, aunque sea simbólicamente, todo acto que se aparte de la línea aceptada. En este sentido, el espacio público pierde parte de su carácter libre y se aproxima a un escenario donde cada cual representa un papel prudente por miedo a un juicio posterior. Para muestra un botón: el carnet de buen ciudadano en China.
Pero no quiero caer en la caricatura. El Estado moderno no funciona como una maquinaria totalitaria, ni la presencia de cámaras significa que se hayan derrumbado nuestras libertades. Lo que sí existe es un riesgo estructural: la expansión de sistemas que registran, almacenan y comparan datos sin que el ciudadano conozca con claridad quién los gestiona, durante cuánto tiempo y con qué propósito concreto.
De ahí la importancia de una regulación exhaustiva, transparente y sometida a escrutinio. La videovigilancia debe operar en un marco que delimite con precisión las finalidades legítimas, establezca controles rigurosos y garantice que nadie la emplea con fines ajenos a la protección ciudadana.
La tecnología debe ser una aliada, no un sustituto. Las cámaras no deberían reemplazar a la mirada humana, especialmente aquella entrenada en comprender el contexto social, la psicología del agresor o la dinámica de un conflicto. Un operador bien formado sabe distinguir un gesto inquieto de una amenaza verdadera, una discusión acalorada de un episodio de violencia en ciernes. El algoritmo no siempre lo hace, y cuando yerra es el ciudadano quien sufre las consecuencias, y la delimitación de responsabilidades por ese error no siempre es clara, ni mucho menos inmediata.
En última instancia, el debate sobre videovigilancia es un debate sobre la sociedad que queremos ser. Una sociedad que vive con miedo pide más cámaras, más sensores y más controles. Una comunidad que confía en sus instituciones, que tiene cultura cívica y que valora la libertad, evita transformar cada espacio en un territorio bajo custodia permanente.
En nuestra época la tecnología promete neutralidad y eficacia. Pero la seguridad, como tantas otras dimensiones de la vida pública, no se resume a una colección de dispositivos. Existen decisiones políticas, valores compartidos y un modo determinado de entender la convivencia. Las cámaras pueden disuadir a quien busca actuar amparado en el anonimato, pero también pueden intimidar al que no ha cometido falta alguna. Entre ambos extremos se abre un espacio que nos obliga a preguntarnos no solo qué queremos proteger, sino también a costa de qué.
Ese es, quizá, el nudo del dilema. No basta con que el ojo mecánico no parpadee; es necesario que su presencia responda a un pacto claro, transparente y justo. Porque la seguridad pierde su sentido cuando se convierte en hábito de control, y el control, cuando se oculta tras la pantalla de una supuesta neutralidad técnica, deja de ser garantía para transformarse en sombra. Una sombra que, si no se vigila, puede terminar vigilándonos a todos.

